Clavo
Últimamente han
estado sucediendo cosas muy extrañas, cosas inexplicables, y muy evidentes,
aunque creo que soy el único con la capacidad de percibirlas. Desde que todo
esto comenzó me he ido quedando cada vez más solo, y aislado en mi terquedad de
señalar las anomalías que el mundo entero pareciera negarse a ver. Es así que
me han acusado de loco, conspirador y hasta han dado vuelta mis argumento y
ahora pareciera que el fenómeno soy yo y que el mundo está perfectamente bien,
que nada ha pasado, salvo que yo me he trasformado en una especie de monstruo.
Y tengo la sospecha, porque no decirlo, de que planean eliminarme. Desde mi círculo
más íntimo están tramando sacarme del medio, es que me he convertido en una
amenaza y creo estar muy cerca de desenmascarar todo este asunto aunque eso me
cueste poner al mundo entero contra mí.
Escribo este
texto con la esperanza de que un día todo esto quede atrás y el mundo vuelva a ser lo que fue y que
ustedes, mis lectores, puedan recordar estos hechos, aunque no sin terror, como
los días en que el mundo se volvió loco y todo se puso patas para arriba. También
espero que si esto sucediese pueda por parte de ustedes recibir algo de
comprensión, ya que por estas horas me siento tan solo que comienzo a dudar de
mi cordura. Bueno sin más comenzare a relatarles esta historia que por supuesto
aún no se cómo terminara.
Todos tenemos en nuestra memoria fotográfica,
pequeños detalles, imágenes y circunstancias que podríamos decir que son
indelebles. Como sea el color de ojos de nuestra primera maestra, el aroma de
nuestras abuelas, el color de esa bolita con la que en el colegio éramos
invencibles, el sabor de las empanadas que hacían nuestras madres, las mejores
empanadas del mundo. Etc. De estos
recuerdos seriamos incapaces de dudar son como sellos, certezas que van más allá
de todas las cosas, quien dudaría al probar dos empanadas cual es la de su
madre y cual de cualquier otra, o al agarrar un saco viejo del armario y
llevárselo contra el pecho no sentir el olor a la abuela y todos los
condimentos de su cocina y las lociones de baño, mezcladas con el fijador de
pelo y aquel dejo a no sé qué
inconfundible. No importa cuán
locos digan que estamos, de esas cosas no dudaría nadie, eso yo lo sé y ustedes
también, no importa cuán cambiado este el mundo y que nada sea como fuese hay
ciertas cosas de las que no podemos dudar.
Yo entre otros
tantos recuerdos de este tipo tengo dos en particular por los que pondría las
manos en el fuego, sé que les parecerán extraños, pero también sé que ustedes
tendrán los suyos vinculados a estas pequeñas cosas, todos los tenemos. Estos dos recuerdos están referidos a techos,
si techos, o particularidades que estos tenían que los hacían únicos. El primero tiene
que ver con una mancha de humedad en el techo sobre mi cama de cuando era
pequeño ¿porque lo recuerdo tanto? Bueno porque me pase medio año observándola
postrado en la cama enfermo de polio. Todos los días era despertarse y lo
primero que veía era la mancha, a la hora de la leche, la mancha, antes de ir a
dormir, la mancha. Así meses y meses, esas son cosas que difícilmente se le
vayan a olvidar a uno. Recuerdo pasar
días observándola estudiando su contorno sus tonalidades que iban del ocre al
negro en un degrade hacia el centro mismo de la mancha, y aunque no me crean
esa mancha fue mi mejor amiga por esos días, recuerdo que la llamaba manuelita,
por tener forma de tortuga. El segundo recuerdo indeleble sobre techos viene de
mucho más acá en el tiempo. La casa en la que estoy viviendo, mi primer casa
propia, la hice yo mismo con mis propias manos, yo mismo clave cada madera,
coloque cada cerámico, revoque cada pared. Nadie mejor que yo conoce los
pequeños detalles de mi casa. En particular había uno que me fascinaba, era un
detalle nimio que nadie notaba, era como un secreto entre la casa y yo. Resulta
que cuando estaba techando se me mezclo un clavo más largo que lo normal y cuando lo puse atravesó la chapa, el
clavador y el machimbre del cielo raso, por lo que si uno observaba desde
adentro junto a un tirante se veía sobresalir un clavo. Muchísimas veces estuve
por cortarlo pero por una cosa u otra nunca lo hice, hasta que termine por
encariñarme con aquel defecto, con ese mínimo detalle que solo yo tal vez notaba,
un fetiche mío que me gustaba observar de refilón cuando comíamos en la mesa
del comedor, era como una costumbre, algo que me identificaba con la casa y le
daba un toque personal.
Ustedes dirán
que tienen que ver estos recuerdos, estos detalles en los techos con la
rimbombancia con la que había comenzado el relato y las cosas extrañas e
inexplicables que están sucediendo en el mundo, y el peligro en que me
encuentro. A esta altura ustedes también deben estar pensando que no me
encuentro bien de la cabeza, que desvarío
sobre cuestiones que no tienen importancia. Aguarden y déjenme
explicarles, a veces son justamente los pequeños detalles, los más
insignificantes los que pueden explicar las cosas más graves y trascendentes.
Ahora estoy seguro de que todo este descalabro empieza con el asunto del clavo
en el techo (porque todo tiene que tener necesariamente un comienzo).
Resulta que hace
tan solo unos días me levanto para desayunar y al pasar bajo el tirante donde
estaba el clavo resulta que el clavo no estaba allí como había estado desde
siempre. Incrédulo me quede observando el techo, lo que le debió parecer muy
extraño a mi mujer que se puso a observar junto a mí, ella miraba pensando,
seguramente, ¿Qué le estará pasando a este loco? Mientras que yo miraba
pensando cómo puede ser que haya desaparecido. Hasta que le pregunte -“¿Qué le
paso al clavo del techo?”- Y ella, en lo
que fue la primera de una infinidad de negaciones y desentendidos, me respondió
-“¿Que clavo amor?”- ¿Y yo que le iba a
explicar? que el clavo que había mal clavado un día y con el que había
desarrollado una relación especial, que hacía que me identificase con la casa,
el clavo que tal vez solo para mi significaba que esa casa era ciertamente mía,
había desaparecido así sin más como si nunca hubiese estado allí sobresaliendo
del cielo raso. Que le iba a explicar (a esto ya lo hablamos) que hay
recuerdos, detalles, cosas que guarda la
memoria de las que no se pueden dudar. Y yo estaba seguro que ese clavo
había estado allí por años saliendo del techo, pero ahora no estaba más.
–“¿amor vos no habrás cortado el clavo, no?”- le pregunte. Pero ella y todos a
partir de ese momento se empecinaron en negarlo todo, en hacerse los
desentendidos con todas las cosas, por demás extrañas, que comenzaban a suceder
a nuestro alrededor. Y volvió a responderme –“¿Que clavo amor?”-. Yo, créanme,
le explique pacientemente toda la historia del clavo, de que había estado ahí
por siempre, de que yo mismo lo había clavado etc., etc. Pero ella nada, tan
solo me miraba con una mueca de sorna, como si le estuviese contando un cuento
chino, y repetía –“¿Qué clavo mi amor,
que clavo?”-.
Bueno ahora
ustedes dirán que exagero, que cuanta importancia puede tener un clavo si o un
clavo no. Y les daría la razón si tan solo fuese eso, porque como ya les dije
las cosas muchas veces se explican desde los detalles más simples y
aparentemente más insignificantes. Y eso es justamente el caso del clavo, que
en si no pareciera revestir mayor importancia. ¿Pero no les llamaría la
atención a ustedes que simplemente desaparezca un clavo sin una explicación
para ello? Bueno que pasaría entonces si les dijera que después de desayunar,
con la idea del clavo dándome vueltas por la cabeza, voy a saludar a mi esposa
con un beso y me doy cuenta de que en vez de tener dos dientes de frente, las
paletas, tiene uno solo y enorme como un conejo. Eso sí les llamaría más la
atención ¿no es cierto? Todos tenemos, o tuvimos, dos dientes, dos paletas, ¡yo
no estoy loco! Pero no ahora resulta que todos tienen uno, pero yo no, yo sigo
teniendo dos. Y hay más, cuando salgo a la calle los troncos de los árboles eran verdes y las
hojas marrones, la gente tenia un tercer ojo y caminaba para atrás y al
saludarte te olfateaban como perros.
¡Pero no, yo no
estoy loco! Y a cada pregunta que hacía del tipo –“¿Cómo puede ser que tengan
un diente y un tercer ojo?”- la respuesta era –“¿Cómo un diente, como un tercer ojo, mi
amor?”- A todos les parece tan natural que me repugna. Y esto recién comenzaba,
con el correr de los días todo lo que fue,
lo que acostumbrábamos llamar normal
dejo de existir. Y a nadie le llamaba la atención ver una persona
triple, o una persona dentro de otra, gente transparente y cosas que ya son
hasta difícil de describir, fenómenos inimaginables, abominaciones de todo
tipo. Y yo seguía preguntando –“¿Pero nadie se acuerda de cuando éramos
normales, dos piernas dos brazos, una cabeza, dos ojos. En fin normales?”- Pero
me miraban con su tercer ojo parpadeando como peces, con sus dos cabezas, con
sus ojos en la espalda y levantaban los hombros y me decían –“No, ¿normales? si
somos normales ¿De que estas hablando?”-. Y era verdad, en cierto sentido la excepción
se había vuelto regla. Yo el único normal, ósea el único bípedo típico, había
pasado a ser el fenómeno, el extraño y todos comenzaron a mirarme con resquemor
y a dejarme de lado. Por lo que no me quedo otra que retirarme, primero de mi
casa (si de aquella que había hecho con mis propias manos) y luego del mundo en
general escondiéndome de los ojos que me miraban con desconfianza.
Y es asi que hoy
estoy escribiendo en la penumbra, desesperadamente, este relato que bien podría
ser mi testamento o el testamento de todo un tiempo que solía ser normal, de un
tiempo que no pierdo las esperanzas de que vuelva así tan repentinamente como
se fue. Un tiempo, y no dejo de pensar en ello, que dejo de existir un día en
que un clavo mal clavado en un techo desapareció. Esa idea es la que me está
volviendo loco, la idea de que todo es tan efímero, la idea de que por años ese
clavo estuvo allí sobresaliendo del techo y al momento que dejo de estarlo todo
ya estaba perdido, dado vuelta, descarriado. Siempre me pareció sensato tener
en cuenta hasta los más pequeños detalles, pero ahora todo me parece tan
absurdo que… no se a ustedes que les parece.